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Doce Cascabeles
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No sé si a vosotros os ocurre como a mí, pero yo tengo muchos recuerdos de mi juventud asociados a canciones.

Una de las que trae mejores recuerdos a mi mente, es aquella que cantaba entre otros Joselito y que llevaba por título “Doce cascabeles”. Cada vez que la oigo sonar, los recuerdos se me agolpan y pugnan por salir.

Creo recordar, que fue por allá en el inicio de los años 50, cuando la oí por primera vez. Recuerdo que era una mañana fresquita, de aquellas que suele hacer a comienzos del mes de septiembre. El sol comenzaba a salir y, sin embargo, el barrio de Tudela era un hervidero de personas que se dirigían hacia el Paradero a esperar a las vacas. Yo iba de la mano del tío Jorge Cuadal y de mi padre para ver el encierro. Como fácilmente podréis imaginar, el nerviosismo recorría mi cuerpo, pues iba a presenciar la entrada de las vacas, no desde un balcón como solía hacerlo con mis hermanas en casa de mi prima Luisa; sino a pie quieto, como los hombres. Esto a mis cuatro o cinco años, colmaba las ilusiones que en aquellos momentos pudiera sentir.

Ya la noche anterior había sido un continuo duerme vela que no me había dejado pegar ojo; pues desde que, después de cenar, mi padre me prometió que me llevaría a ver el encierro a la Carpintería de Agustín el “Royo”, ya no pude pensar en otra cosa.

Cuando pasamos por la puerta del Bar de Paños, éste se encontraba abierto y un buen corro de mozos con las camisolas de sus peñas ocupaba la acera y otros se hallaban recostados en el poste de la gasolinera. En ese momento, llegaron a mis oídos por primera vez, las notas de “Doce cascabeles” interpretada por Joselito. El aparato de radio que Casiano tenía en el interior, funcionaba a todo volumen. Varios de los mozos de la puerta, acompañaban la canción con sus voces roncas, producto de la juerga que seguramente aún no habían finalizado y yo me los miraba con una mezcla de admiración y de rechazo.

Cuando llegamos a la Carpintería de Agustín, mi padre me sentó en una pila de troncos enormes que siempre había en la puerta con el fin de que, desde las alturas, pudiese ver algo.

Justo enfrente mío y al otro lado de la carretera, un mozo abocinado en las Cuatro Piedras se echaba agua por la cara con las manos, imagino que con el propósito de espabilarse totalmente. Otros iban y venían nerviosos barruntando la inminente llegada de las vacas. Mientras tanto, en la puerta de la carpintería se habían reunido un grupo de hombres que ensalzaban las virtudes del ganadero que aquél año traía los animales, que no era otro que Goncha el de Tauste, y que al parecer, llevaban fama tanto por su bravura como por su corpulencia.

Desde mi posición aventajada, podía contemplar el gran árbol situado en la entrada del Huerto de Mosén Gregorio, sitio escogido por algunos para ver el paso y, enfrente, la puerta del Taller de Chispas, era otro de los lugares concurridos. El Cuartel de la Guardia Civil se hallaba a rebosar, pues la acerilla de delante estaba repleta de guardias y en las ventanas las familias se agolpaban para ver algo.

El pretil del Puente de la Caña, también estaba tomado y la señora que se cuidaba de la Estación del Borjica, una vez recogidas las cadenas, que extendía para impedir el paso de los vehículos por la carretera cuando venía el tren, se encontraba en la puerta como si estuviese de guardia.

En el comienzo del camino de S. Antón se veían muchos mozos esperando y lanzando miradas nerviosas a lo largo del mismo.

En un momento dado, vi que uno de aquellos mozos dio un brinco y ese gesto fue rápidamente interpretado por los que nos hallábamos en este lado y no teníamos una visión directa del camino. Ya vienen! El rumor se convirtió instantáneamente en un grito unánime de cantidad de mujeres que también poblaban el recorrido. De aquí al final del encierro, todo fue un contínuo coro de gritos más o menos estentóreos con los que unos y otros recibían la llegada de las vacas.

Tras unos momentos de espera expectante, por fin aparecieron los potros preciosos de Rafael Asín y Domingo Cozcolluela que abrían paso a una excelente manada de vacas bravas. Cuando cruzaban el Puente de la Caña, ya pude apreciar que el color dominante era el negro, quince o veinte hermosos animales venían a un considerable paso siguiendo a los potros, y tres o cuatro enormes mansos de diferentes pelajes, cerraban la marcha del grupo. Tras ellos, tres o cuatro pastores, jinetes en hermosos y grandes caballos, iban armados con grandes varas vigilando que la conducción del ganado fuese, en todo momento, la correcta.

El gentío que invadía la carretera, únicamente se abría con el objeto de dejar vía libre a la manada y si no hubiese sido por la ubicación que mi padre me consiguió, me habría sido materialmente imposible ver nada del paso. El ruido, que tanto los cascos de los caballos como las pezuñas de las vacas y los mansos, producían al golpear en los adoquines de la carretera me impresionó vivamente, y no sé si realmente fue ese impacto o el nerviosismo que yo sentía, lo que me produjo la sensación de que los troncos en los que estaba asentado, se movían.

En un instante, dejé de ver las vacas para sólo apreciar las espaldas de los pastores que cerraban la marcha y que enfilaron el barrio de Tudela, para entrar como una exalación en el corral de Marcelino Pardo, que fue aquel año, el lugar acondicionado para que los animales pasasen los días que habían de hacernos disfrutar con sus quiebros y carreras.

Una vez finalizado el encierro, el gentío comenzó a disolverse, y la marea de gente se desplazó a través del Paradero y el barrio de Tudela hacia la plaza. Entonces, mi padre me bajó de la improvisada atalaya que tan bien había servido a mis propósitos. Me preguntó si lo había visto todo bien, y yo aún nervioso, no acerté a explicarle con medias palabras y atropelladamente, que la vaca que venía en cabeza tenía unos enormes cuernos y que había otra que tenía uno hacia abajo y otro en alto y que en medio había una tan grande y tan ancha que parecía un toro. Vamos que la vuelta a casa fue un continuo y personalísimo relato del encierro.

No digo nada de las explicaciones con todo lujo de detalles que le ofrecí a mi madre cuando llegamos a casa, yo creo que tuve tema para unos días, tan fuerte había sido la impresión que me causó el primer encierro en directo y de cerca.

Pero realmente lo que ha quedado en mi memoria como catalizador de toda esta serie de impresiones, fue aquella melodía escuchada en la radio de Casiano Paños que se titulaba DOCE CASCABELES… y estaba interpretada tan magistralmente por Joselito.

Mariano Ibáñez   

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